La máquina mediática: una reflexión - Por Ricardo Forster

 En estos días en los que una “última novedad” satura medios gráficos y audiovisuales, en los que ningún ciudadano puede sustraerse al sistemático bombardeo que recorre de cabo a rabo cada minuto de nuestra jornada y en la que la propia realidad con sus multiplicidades es desplazada por la monótona repetición de una noticia “espectacular”, se vuelve imprescindible tomar un poco de distancia crítica y reflexionar sobre lo que significan los dispositivos massmediáticos penetrando en su intimidad y en la lógica de los intereses que, sin decirlo, suelen defender.


Se trata, si queremos continuar viviendo en una sociedad democrática, de auscultar prácticas y estrategias que surgen de intencionalidades que suelen permanecer en una zona opaca mientras se muestran, a los ojos de la “opinión pública”, como portadoras de una ética de la neutralidad y la objetividad.


Pensar los medios de comunicación es deshacer ese mecanismo de autocomplacencia y de impunidad allí donde todo es criticable por parte del lenguaje periodístico que, a su vez, se coloca en el lugar de una pureza que no puede ser cuestionada. Ya en la lejanía de principios del siglo pasado, cuando Europa se preparaba con insospechada euforia para ir hacia una guerra que dejó un saldo de millones de muertos, el crítico vienés Karl Kraus dejó constancia de la inmensa responsabilidad de los grandes medios de comunicación de la época en el aceleramiento de los sentimientos nacionalistas y belicistas que hicieron posible el desencadenamiento de la conflagración. De ahí que resulte necesario también abrir la caja de Pandora del universo comunicacional como un modo de amplificar y mejorar la propia libertad de expresión.

La espectacularización de la vida cotidiana es uno de los núcleos centrales de un pronunciado giro de la historia que, si bien no es novedoso ni propio de nuestra época, ha alcanzado dimensiones globales y decisivas allí donde nada parece poder escapar a su fuerza tentacular. “La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas –escribía anticipatoriamente el crítico francés Guy Debord en los ya lejanos años sesenta– se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos.

Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación”. Todavía más atrás en el tiempo, en las últimas décadas del siglo XIX, Friedrich Nietzsche desplegaba una aguda reflexión filosófica a partir de la cual se irían desmoronando los modos tradicionales de comprender y de conocer la realidad abriendo, a partir de su escritura destemplada, la entrada en lo que se ha denominado la época de la estetización del mundo, época cada vez más dominada y atravesada por los lenguajes de la pura forma, esos que irían colonizando desde la dimensión estética cada rincón de la vida absorbiendo en su despliegue lo que antes era considerado prioritario y relevante: el contenido.

Entre la espectacularidad y la estetización se fue delineando una nueva manera de producción tanto económica como, fundamentalmente, social y cultural. Los lenguajes de las vanguardias estéticas de las primeras décadas del siglo XX, luego apropiados por los publicistas y por los nuevos dispositivos massmediáticos, irían hacia una revolucionaria reconfiguración de la experiencia humana. La ilusión, la artificialidad, la virtualidad, el montaje, el impacto, la multiplicación de las formas bellas se entrelazaron para interferir de un modo absolutamente inédito el anterior vínculo entre los individuos y la realidad. Nada, absolutamente nada, quedó intocado a partir de esta irrupción de los nuevos dispositivos que entrelazan las innovaciones tecnológicas con los lenguajes audiovisuales.

Pensar la sociedad contemporánea es reflexionar alrededor de estos despliegues telemáticos, de esta horadación de lo real por universos ficcionales que le dan otros sentidos a aquello que va quedando fuera de la percepción; es intentar comprender de qué modo el sistema capitalista va encontrando sus estrategias de reproducción y multiplicación y es, por lo tanto, la puesta en evidencia del esencial entramado que se ha desarrollado entre la lógica dominante del capitalismo y los lenguajes que emergiendo del dispositivo massmediático les dan su impronta a las actuales configuraciones sociales.

La sociedad del espectáculo, aquella de la que nos hablaba Guy Debord, no puede ser comprendida sin el papel relevante de los medios de comunicación y sin desentrañar las consecuencias que las nuevas formas de construcción de la subjetividad han ido adquiriendo; pero tampoco puede comprenderse escindida de la producción de mercancías y de su influencia radical sobre todos los asuntos humanos. “El espectáculo –escribe Debord– no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes”.
Esto quiere decir que los vínculos intersubjetivos, los intercambios entre las personas y la trama misma de aquello que nombramos como “la realidad”, se instituyen en ese lenguaje de la mediación que proponen los dispositivos telecomunicacionales. El espectáculo no es, entonces, una decoración, un añadido que viene a acompañar el decurso natural de las cosas; es, por el contrario, la cosa misma bajo las condiciones de una lógica de la representación que desplaza a la cosa por su narración. Los individuos se relacionan entre sí a través de esa mediación universal cuyo punto central de localización es la industria del espectáculo, de la comunicación y de la información.

Habitar en el interior de la sociedad del espectáculo supone, entre otras cosas, hacerse cargo de sus consecuencias y de sus desafíos; es interrogar por las transformaciones estructurales que ha generado en la práctica de los seres humanos. Cuando los medios se convierten en el fin ya no se trata de poner en evidencia apenas lo que había detrás de esos medios sino intentar desarmar las consecuencias que esos dispositivos han traído aparejadas. Hagamos, por lo tanto, un repaso más fino de esa historia.

En el mismo momento histórico en el que caía el Muro de Berlín y se desplomaba como un castillo de naipes el sistema soviético, cuando casi atónitos contemplamos la apertura de una época que de un modo arrollador se deshacía de imágenes, lenguajes políticos, ideologías y prácticas que habían convulsionado y apasionado durante más de un siglo a hombres y mujeres de las geografías más diversas y distantes, lo que emergió como exponente de una nueva época del mundo fue la forma neoliberal del capitalismo tardío.

Las últimas décadas del siglo XX estuvieron atravesadas por la hegemonía de un discurso que se ufanaba de haber concluido, de una vez y para siempre, con las disputas ideológicas al mismo tiempo que afirmaba la llegada de un tiempo articulado alrededor de la economía de mercado y de la democracia liberal. Fin de la historia y muerte de las ideologías para desplazarse, ahora, por los espacios rutilantes del consumo, el reino de las mercancías y el goce hedonista. Los escenarios, ya antiguos, de las conflictividades políticas y sociales serían pacientemente reconstruidos en los nuevos museos temáticos, sitios interactivos en los que el visitante de estos tiempos poshistóricos podría contemplar aquello que sucedía en los días ideologizados.

La paz del mercado desplazó, eso se anunció a los cuatro vientos, las oscuras turbulencias de una historia dominada por el conflicto y la intransigencia de los incontables, de esas masas anónimas, oscuras y resentidas que regresarían a ese sitio del que nunca debieron haber salido. Las tradiciones del igualitarismo fueron a parar al vertedero de la historia. Hizo su aparición triunfal el nuevo ciudadano-consumidor, figura arquetípica de un clivaje hiperindividualista en el interior de la sociedad, ese que se desplazaría con fervor de iniciado por los santuarios de las metrópolis contemporáneas: los shopping centers.

Pero lo que también comenzó a ser desmontado, junto con el vertiginoso giro de la economía de producción a la economía de especulación, fue el imaginario social que acompañó el tiempo del capitalismo bienestarista, aquel que hizo, a partir de la segunda posguerra, del Estado un referente insustituible a la hora de articular las relaciones entre el capital y el trabajo (del New Deal rooseveltiano, pasando por nuestra experiencia de un Estado de Bienestar bajo el primer peronismo hasta llegar a la edad de oro del bienestarismo socialdemócrata europeo, ese modelo fue lo propio de un largo período de la historia del siglo XX que sería brutalmente desmontado por el neoliberalismo allí donde inició su derrumbe el modelo, ya fracasado desde tiempo antes, del socialismo autoritario de la URSS, dejándole al capital, de todos modos, las manos libres para convertirse en el amo de la nueva situación mundial).

El pasaje de la metáfora fabril a la metáfora financiera (adiós a las chimeneas y a los sindicatos, bienvenidos los yuppies de Wall Street, las carteras de inversores, la flexibilización laboral y el trabajo basura) vino a expresar la bancarrota de prácticas que remitían a una época esclerosada; puso en evidencia que estábamos en presencia de una mutación fundamental del capitalismo, y que esa mutación no iba a detenerse hasta resemantizar la totalidad de los lenguajes sociales, económicos, políticos y culturales.

Dicho de otra manera: el neoliberalismo, su lógica más profunda y decisiva, se dirigía hacia una transformación revolucionaria del conjunto de la vida social. En esa tarea de desmontaje de las viejas formas de vida y de representación, seguida de la construcción de una nueva subjetividad entramada con las demandas de la economía global de mercado, ocuparían un lugar central y privilegiado los grandes medios de comunicación. Pensar el neoliberalismo es interrogar por ese maridaje extraordinario entre mercancía e imagen, entre mercado y lenguaje mediático; es tratar de comprender el fenomenal proceso de culturalización de la política y de estetización de todas las esferas de la vida. Una de las derivaciones de este proceso ha sido la expropiación de la política, y su consiguiente vaciamiento, por el lenguaje de los medios de comunicación.

Lo que el filósofo francés Guy Debord, con anticipación genial –allá por los años sesenta–, había denominado la “sociedad del espectáculo”, aquella que se desplazaba hacia el dominio pleno y escenográfico de la pasión consumista y de sus “paraísos artificiales”, transformando a los seres humanos en espectadores cada vez más pasivos del verdadero sujeto de la época, la mercancía, constituyó lo propio de la travesía neoliberal. Se trató de una apropiación, por parte del capitalismo, de las fantasías y los deseos al mismo tiempo que se expandía planetariamente la industria del espectáculo, y la cultura, adecuada a los lenguajes audiovisuales y a su enorme capacidad de penetración, se convertía en una mercancía clave para la producción de una nueva humanidad.

Lo que había prefigurado Hollywood desde los años treinta y cuarenta, mostrándose como la avanzada brillante, innovadora y compleja de la americanización del mundo, señalando la importancia decisiva de la industria del espectáculo como vanguardia en la construcción de los nuevos imaginarios sociales, terminó siendo la materia prima a partir de la cual el neoliberalismo logró naturalizar sus valores y sus intereses. Es inimaginable el despliegue planetario, global, del capitalismo financiero-especulativo, su capacidad para volverse hegemónico, sin ese rol decisivo de los medios de comunicación.

Por esas paradojas de la historia, los primeros que se dieron cuenta de la monumental importancia de las nuevas tecnologías de la comunicación y su relación directa con la política fueron los regímenes fascistas. Mussolini en Italia y Hitler y Goebbels en Alemania capturaron con maestría mefistofélica los poderes que emergían de la radiofonía. Con el giro de los acontecimientos, y una vez derrotado el totalitarismo, las triunfantes democracias occidentales se apropiarían con igual fervor de los potenciales propagandísticos y generadores de imaginarios social-culturales, que se guardan en los medios de comunicación de masas.

La política quedó atrapada en esa lógica discursiva e iconográfica al mismo tiempo que la estetización y espectacularización emanados de los recursos propios de esos lenguajes contaminaban casi todas las esferas de la vida cotidiana. La astucia genial del sistema fue proyectar en la compleja trama a la que llamamos sociedad (transformada, por los mismos medios, en “opinión pública”) la imagen de que la corporación mediática era portadora de independencia, autonomía y capacidad crítica al mismo tiempo que garantizaba la libertad de expresión.
Lo que se logró fue invisibilizar los lazos esenciales que vinculaban y vinculan a estas empresas con los intereses económicos dominantes. El neoliberalismo, como ideología del capitalismo tardío, comprendió que no era posible garantizar una profunda transformación económica si, al mismo tiempo, no se cambiaba la manera de mirar el mundo y de comprender la realidad. De lo que se trató es de la intensiva producción de un nuevo sentido común.

Más allá de la sobrevaloración, siempre discutible, que se pueda hacer del papel de las corporaciones mediáticas como definidoras de la opinión pública y como constructoras decisivas del sentido común, lo cierto es que ocupan un lugar destacadísimo en la estrategia de dominación del neoliberalismo. Constituyen un factor sin el cual le sería muy difícil a esa ideología transformar sus intereses particulares en intereses del conjunto de la sociedad, mutando prácticas egoístas y exclusivamente ligadas al lucro y la rentabilidad en valores naturalizados en el interior de las conciencias.

La proliferación de los lenguajes audiovisuales, su profundo arraigo en la intimidad de la vida cotidiana exigen, de la misma sociedad, una indispensable herramienta que le permita legislar adecuadamente impidiendo que la tendencia a la concentración y a la monopolización haga del espectro comunicacional una incansable repetición del sentido común neoliberal. Entre la ideología y el mito, los lenguajes emanados de la corporación mediática apuntalaron el despliegue de nuevas formas de la subjetividad adheridas al reino de valores de un capitalismo que se leyó a sí mismo como la estación final y consumada de la historia.

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