Más allá de las falsas antinomias


Miguel Bonasso

Más allá de las falsas antinomias, la crisis del campo –aún no resuelta en términos estratégicos–, deja invalorables enseñanzas para todos los argentinos, que deberíamos saber aprovechar para tratar de ser una nación más rica y más justa.

Empecemos por quienes tienen hoy la responsabilidad de gobernar. Es evidente que la política para el sector es insuficiente. No basta con el sostenimiento del tipo de cambio y con el cobro de un impuesto especial a las exportaciones, ahora parcialmente equilibrado con los reintegros y subsidios a los pequeños productores. Hace falta mucho más para lograr tres grandes objetivos, a veces enunciados pero aún no cumplidos:

La soberanía alimentaria. Lo que significa asegurar los sagrados alimentos para todos los argentinos y no sólo para la exportación. La industrialización del agro (y el regreso a una Argentina industrial).

.Un desarrollo sustentable que respete el medio ambiente

Para alcanzarlos, la sociedad debe conocer, crudamente, cuál es la situación actual. Sin tecnicismos esotéricos ni visiones distorsionadas por la subjetividad de los actores en juego. Como suelen decir algunos médicos: para curarse hay que partir de la aceptación de la propia enfermedad.

Estamos enfermos de sojización y de sojización transgénica: la expansión desbordada de una frontera que ya no es agropecuaria sino eminentemente sojera. Lo cual ha venido devastando nuestros bosques nativos y dejando de lado otros cultivos destinados al consumo interno. Una verdadera invasión que afecta también la biodiversidad y expulsa a los pueblos originarios y las comunidades campesinas. A la que estamos tratando de ponerle límites con la Ley de Bosques, que pretende detener la prepotencia de las topadoras.

Estamos enfermos de concentración monopólica: de los 170 millones de hectáreas que la Argentina destina a la producción agropecuaria, más de 74 millones están en manos de 4.000 (cuatro mil) propietarios. En la región pampeana hay 4,1 millones de hectáreas en manos de solamente 116 dueños. Para darse una idea: esa es la superficie de toda la devastada provincia de Salta.

Entre los grandes terratenientes actuales hay empresas y empresarios muy conocidos: Eduardo Elsztain (Cresud) posee 400 mil hectáreas; los viejos amigos de la cervecera Bemberg, 143 mil; Adecoagro, 200 mil; el grupo Werthein, 100 mil; la entrañable Amalita Lacroze de Fortabat, 140 mil; La Biznaga (Grupo Ledesma) “apenas” 50 mil.

Pero la concentración monopólica no se limita a la propiedad de las tierras, sino que incluye a la exportación. Cargill posee cinco puertos propios, cuatro plantas de molienda de oleaginosas (aceiteras), siete molinos de trigo, 45 plantas de acopio y dos malterías.

Un símbolo de la concentración son los exportadores de productos de soja: los seis principales (Bunge Argentina, AGD, Cargill, Molinos, Vicentín y Dreyfus) reinan sobre el 92 por ciento de las exportaciones totales de aceite de soja.

Uno de los seis grandes es AGD (Aceitera General Deheza), a cargo de Roberto Urquía, senador por Córdoba del PJ-Frente para la Victoria. Un propietario-legislador que se opuso con fervor a la sanción de la Ley de Bosques.

Este proceso de apropiación –hay que decirlo con todas las letras– se hizo hasta hoy con el apoyo del Estado, que premia a los seis grandes con un subsidio para comprar la soja un tres por ciento más barato. La justificación, claro, es incorporar valor agregado. Más útil y ecuánime sería, desde luego, utilizar buena parte del excedente que genera la renta agraria para financiar un ambicioso proyecto de reindustrialización del país que incluya, naturalmente, a las agroindustrias.

Una herramienta útil sería la creación de un Banco Industrial que otorgue financiamiento blando a nuestras pequeñas y medianas empresas para que puedan competir, dentro del Mercosur, con las brasileñas, contenidas eficazmente por su Banco de Desarrollo. Tal vez la existencia de ese instrumento promocional ayude a explicar por qué tenemos un déficit de 4.000 millones de dólares en el intercambio con nuestro poderoso vecino.

Pero no es conveniente detenerse en medidas aisladas, sino subrayar la urgente necesidad de un Plan Nacional de Desarrollo, dentro del cual el agro y la agroindustria ocupen el lugar destacado que merecen.

Su enunciación excede largamente los alcances de esta columna y debe ser producto de un debate serio en diversos ámbitos de la sociedad y el Estado, y en este último caso, tanto en el Ejecutivo como en el Parlamento, donde duermen la siesta algunos proyectos interesantes.

Por mi parte, modestamente, creo que el plan debería asegurar cinco objetivos fundamentales: 1) acceso de la población a una alimentación sana y barata; 2) competitividad presente y futura de la producción; 3) aumento permanente del valor agregado, privilegiando la creación de puestos de trabajo; 4) desarrollo regionalmente integrado, que supere las desigualdades actualmente existentes y 5) cuidado del ambiente.

Para lograrlos hay varias medidas que podrían instrumentarse en el corto plazo. Es imprescindible, por ejemplo, detener el desborde de la sojización, utilizando el instrumento impositivo para alentar otras producciones. Asimismo hay que desarrollar la investigación científica y tecnológica, aumentando la asignación de recursos al INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria) y a otros centros de investigación. Los recursos podrían surgir de parte de las retenciones.

Para limitar el proceso de concentración de las exportaciones, resultaría muy apropiado recrear la Junta Nacional de Granos, que el mago Domingo Felipe Cavallo hizo desaparecer con el decreto 2.248 de 1991. La junta podría comprar y exportar con un puerto propio, para contrarrestar las maniobras oligopólicas de los Seis, que tan perniciosas resultan para los productores en particular y la sociedad argentina en general.

También es preciso impulsar el desarrollo de las economías regionales y las producciones con mayor valor agregado ya en la etapa primaria, en detrimento de las producciones extensivas, que generan poco valor agregado y no requieren de mano de obra. Eliminar los arriendos golondrina, asegurando que los contratos tengan una duración de, por lo menos, cinco años, como lo establece un proyecto de ley de los diputados Alberto Cantero Gutiérrez y Luis Alfredo Ilarregui (PJ-Frente para la Victoria), que el Congreso debería tratar. Y varias otras iniciativas, seguramente no previstas en estos apuntes, entre las que sobresale –a mi entender– la recuperación de la red ferroviaria para abaratar el transporte de productos agropecuarios y agroindustriales, hoy encarecido por su traslado masivo en camiones.

No resultará fácil, desde luego, pero el país dispone de los recursos para poner el plan en marcha.

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