No ser ni parecer destituyente


Por Jorge Luis Bernetti *


Un participante en la rebelión de Prefectura y Gendarmería de estas horas afirmó frente a sus camaradas reunidos en el edificio Centinela que no eran “destituyentes”. Es bueno que esto se haya dicho, pero la mejor forma de no serlo es no parecerlo. Porque las imágenes y las acciones protagonizadas por prefectos y gendarmes los volvieron a colocar en el escenario de la indisciplina y la ruptura de la verticalidad que los convierten de una fuerza de seguridad en una asociación dudosamente legal.
Hay, por cierto, causas –como se decía en los setenta– “objetivas”. La liquidación de los sueldos que rebajó los salarios de bolsillo de los prefectos de manera sustantiva sin duda lo es. Pero ¿hubo alguna ocasión que permita recordar una movilización similar ante gobiernos dictatoriales o conservadores?
Siempre la rebelión y la indignación les cae a los procesos de transformación.
Algunas de las herencias de la dictadura fueron el derrumbe económico, el desfinanciamiento del Estado y, especialmente, la reducción del presupuesto militar y de las fuerzas de seguridad.
Por ello, los sueldos de los integrantes de las fuerzas nacionales de seguridad (Policía Federal, Gendarmería Nacional, Prefectura Naval y Policía de Seguridad Aeroportuaria) y de las Fuerzas Armadas tuvieron una parte sustancial en “negro”, porque el Estado deficitario se ahorraba los aportes sociales del sector. Esto les ocurrió, bueno es recordarlo, a muchísimos servidores del Estado. Como los retiros y las pensiones del sector están vinculados con el salario de los activos, la reducción del “blanco” impactó sobre los retirados.
Por otra parte, desde 1983, una vigorosa industria del juicio de amparo condujo a un conjunto de estudios de abogados y a una serie de jueces complacientes a fijar reajustes que, en muchos casos, fijaron cifras disparatadas para retirados de alta graduación.
El entramado caótico de sentencias obtenidas por el lobby militar y de seguridad condujo a la Corte Suprema a poner coto a estas disposiciones. El gobierno nacional trabajó intensamente para resolver esta contradicción –eliminando privilegios de algunas altas graduaciones– y reparar las situaciones de la base de las fuerzas.
Que el Gobierno haya denunciado la posible comisión de un delito ejecutado por altos responsables para empujar a la desesperación a los sectores de más bajos salarios –los cuadros de suboficiales– reitera la necesidad de recordar que en esta área nada es inocente.
El gobierno nacional ha incrementado el número de miembros de las fuerzas de seguridad y su equipamiento. Y a este indudable hecho le ha sumado una definición superlativa, que es la creación del Ministerio de Seguridad.
Trazar políticas de seguridad basadas en propuestas científicas, en el uso de tecnología, pero sobre todo en el análisis sociológico de los conflictos sociales que generan las conductas delictivas, implica un cambio político significativo.
Colocar a las fuerzas de seguridad bajo la conducción política, reformar el Código Penal, buscar la transformación del inhumano y absurdo sistema carcelario, generar diseños locales y sociales de políticas específicas de protección ciudadana y combate al delito, colocar los agravios contra la vida y la salud de las personas como tema centrales –como la decisiva ofensiva contra el femicidio y la trata de personas– constituyen algunos de los aspectos relevantes de una nueva propuesta de seguridad.
Esta nueva perspectiva está asentada sobre la vigencia de los derechos humanos en toda circunstancia, implica la lucha contra la tortura a los detenidos, la violencia contra las personas y la colaboración con el delito. Las complicidades corporativas en esta materia son inaceptables y si la reforma no viene por dentro de las instituciones policiales vendrá desde la sociedad y su gobierno.
Los uniformados no son un “grupo de trabajadores”. Son ciudadanos que, libremente, han aceptado una responsabilidad que les brinda la tarea de proteger el orden público y ser auxiliares de la Justicia. Los riesgos y las exigencias están previstos, deben ser valorados, pero no exagerados. La sociedad y su gobierno deben proveer de lo justo y necesario a quienes cumplen una tarea que no es un privilegio ni un rol mesiánico, sino un servicio profesional en una sociedad democrática. Por eso, las demandas justas deben ser atendidas, pero los que las plantean deben mirar bien a su costado para no encerrar y agredir ministros, bloquear calles, ni alzar carteles reivindicatorios de Seineldín.
No hay malos medios que puedan justificarse para obtener buenos fines. La sociedad espera todavía de las fuerzas de seguridad una autocrítica del pasado y un compromiso público renovado frente a la sociedad.
Los integrantes de las fuerzas de seguridad no pueden desligarse de una mirada sobre el conflicto que implica en la sociedad la transformación de un sistema de medios de comunicación social dominado por fuerzas monopólicas que alienta la violencia en la sociedad y excita la represión como conducta liminar para las policías. Tomar clara distancia de ello es una contribución concreta a la democracia. No todo el que grite que es democrático entrará en el reino de los cielos, ni en la consideración pública de su compatriotas en la Tierra. Los buenos integrantes de las policías nacionales deberían así entenderlo.
* Profesor de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP). Responsable de Comunicación del Partido Frente Grande.

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