De bautismos y entierros. Acerca del 12 de octubre y sus derivados


Un fragmento de mi libro "Mujeres tenían que ser"

Por Felipe Pigna



En 1492, las cosas comenzaban a tener el nombre que les daban los apropiadores. A nuestro continente lo llamarían “las Indias”, y luego América en honor a Vespucio. Aquel 1492 no fue un año cualquiera para España: señalaba el fin de la reconquista con la toma de Granada, tras casi ocho siglos años de lucha contra los moros; la “unificación reli
giosa” a la fuerza, con expulsión de los judíos, y la llegada al papado del español Rodrigo Borja, que pasará a la historia como Alejandro VI Borgia. Es por supuesto el año que clava como una daga en el almanaque la fecha de la llegada de los españoles a un continente que había sido descubierto unos 20.000 años antes por sus primeros pobladores. Pero durante siglos el “descubrimiento de América” remitió invariablemente a la llegada de Colón a estas tierras, y la repetición de tal denominación en miles de libros y manuales de todo tipo terminaría por naturalizar lo que en realidad significó literalmente el entierro de las culturas de los pueblos originarios. Como para muestra basta un botón (aunque podría ofrecerles a mis lectoras y lectores una botonería completa), vayan estas palabras de Diego de Landa, obispo de Yucatán, al descubrir los alucinantes códices mayas: 



Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena.

En un acto que recordaba lo que venía haciendo en Europa la Inquisición, el 12 de julio de 1562 el enviado del rey y, según él, de Dios, sin ninguna pena quemó toneladas de escritos y códices que registraban la historia de aquella notable civilización, una de las pocas que utilizaba la escritura en América. Landa no se quedó en la quema; se puso rápidamente a escribir su propia versión de la historia del pueblo maya, encubriendo y cubriendo todo lo que creyó necesario y útil a su sagrada misión. En ese acto se estaba convirtiendo en el referente obligado para cualquier investigación sobre esa notable civilización hasta nuestros días.
Se sigue hablando de “Nuevo Mundo”, aunque sólo fue nuevo en el sentido en que lo describe Germán Arciniegas:
Todo, hasta el paisaje ha cambiado, los indios han conocido los caballos, hierro, pólvora, frailes, el idioma español, el nombre de Jesucristo, vidrio, cascabeles, horcas, carabelas, cerdos, gallinas, asnos, mulas, azúcar, vino, trigo, negros de África, gentes con barbas, zapatos, papel, letras. Los caciques se acabaron colgados en las horcas. Nació una ciudad de piedra. La isla es para los indios un nuevo mundo. Más nuevo para ellos que para los españoles.

El discurso se fue modernizando y se adoptaron otros modos más sutiles de escamotear la realidad. Así, se habla de “expansión europea” (como si fuese un fenómeno tan natural como la expansión del universo), “encuentro de culturas” (dando la idea de un simposio entre conquistados y conquistadores) o, a lo sumo, “choque de culturas” (asimilando algo tan complejo a un accidente automovilístico). Lo cierto es que ninguno de esos eufemismos logra tapar uno de los mayores genocidios y etnocidios de la historia universal, sólo comparable al que, por esos mismos tiempos, comenzaban a aplicar en África aquellos nacientes Estados europeos que en el período que va desde fines del siglo XV y los finales del XVIII concretarían la consolidación del capitalismo, algo que hubiera sido imposible sin la explotación intensiva y salvaje de las colonias de América, África y Asia. Carlo Cipolla fija en más de 16.000 toneladas de plata el “aporte” americano a Europa durante el siglo XVI, en el XVII otras 26.000 y en el XVIII, más de 39.000 toneladas. El historiador italiano agrega sin ningún eufemismo:
El oro del que se apoderaron los conquistadores fue exclusivamente producto de robos, botines y saqueos. El inconveniente de toda actividad parasitaria es que no puede durar por siempre. Tarde o temprano, según la consistencia de los tesoros acumulados por las víctimas y la eficiencia de los depredadores, aquellas son despojadas de todos sus bienes y para los ladrones ya no queda nada que hacer.

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