Más Florencio Varela y menos Harvard


Por Eduardo Anguita


Una de las curiosidades del Cordobazo, allá por mayo del ’69, fue que entre los estudiantes que dijeron basta, estaban los de la Católica. Curiosidad, porque uno de los objetivos del Onganiato era terminar con la llamada universidad cientificista, que contaba con unos académicos de excelencia y unos presupuestos que les permitían hacer investigación y aportar a la generación –sistemática– de profesionales capaces de inventar, de agregar talento a lo que comúnmente se llama valor agregado. Días pasados, quien escribe estas líneas conoció de modo eventual a un joven ingeniero argentino con licenciatura y doctorado en Córdoba que luego fue a trabajar a una empresa dedicada a reactores nucleares –su especialidad– en España. Recién aterrizado en Buenos Aires, este ingeniero joven, contaba que fue contratado por la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), con un buen salario, con los gastos incluidos para su traslado y el de su familia por parte del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva. Entre los aportes de este especialista joven está el de buscar procesos que puedan hacerse en la Argentina para reemplazar aquellos que se importan de empresas o laboratorios extranjeros de altísima gama. Soberanía. Márgenes de soberanía que a diario, en silencio, se van ganando. El ingeniero empezó a ir a diario a la sede de la CNEA, se cruza con Tecnópolis con la misma familiaridad con la que un empleado de la Rural se cruza con el Zoológico.
La historia de la Católica de Córdoba viene a cuento por muchos motivos. Era privada y a Onganía le salía un grano fuerte porque para terminar con la excelencia de la universidad pública contó con el apoyo de la Universidad Católica Argentina, cuyo pionero y rector fue el obispo católico Octavio Derisi. La idea de esa universidad surgió en plena pelea del Episcopado con Juan Domingo Perón a fines de su segundo gobierno y formalmente se presentó como proyecto no bien se concretó el crimen de Estado que sus perpetradores llamaron Revolución Libertadora. En tiempos de la lucha de Laica y Libre (gobierno de Frondizi), esa casa de estudios empezó a funcionar. Era confesional y privada, pero sustentada en gran medida por fondos públicos. Es decir, el Estado estableció girar fondos para formar una elite de cuadros dirigenciales referenciados en las autoridades católicas argentinas. El problema de la elite argentina no radicaba sólo en que Juan Perón había terminado con los aranceles para los estudiantes o que Perón hubiera creado la Universidad Obrera Nacional, que era la manera de darles herramientas reales y concretas para que los asalariados pudieran tener movilidad social ascendente en un país donde una elite manejaba los recursos financieros, la propiedad de la tierra y buscaba los alineamientos de la Argentina a favor de procesos dependientes y no soberanos. No era sólo eso, sino que una camada de radicales, socialistas y académicos de izquierda no peronista habían puesto en marcha una universidad pública, autónoma y con criterios de soberanía nacional. Para decirlo en términos de una polémica que tiene gran vigencia y enerva a mucha gente: un importante sector de las clases medias no peronistas –y muchos de ellos con pasado antiperonista– se sumó a la lucha de calles junto a los sectores obreros. Eso pasó en el Cordobazo y en muchísimos hitos de la lucha de los sesenta.
Desbordadas las usinas confesionales, políticas, empresariales y militares de la elite argentina, por una alianza política y social (de sectores peronistas y no peronistas, de sectores obreros y no obreros), empezó a elaborarse la doctrina de seguridad nacional, capaz de eliminar a una generación de luchadores formados tanto en el sindicalismo combativo como en la excelencia académica pública y popular. En Iglesia y Dictadura, el gran intelectual y luchador Emilio Fermín Mignone desnuda cómo la cúpula eclesiástica puso especial atención durante la última dictadura militar en preservar ámbitos académicos que recibieran el bombardeo ideológico de los sectores privilegiados al tiempo que mantenían una visión inquisitorial de la fe católica. Mignone era católico y resultaba una piedra en el zapato del Episcopado. Como lo fue Carlos Mugica, que además de cura obrero era un académico extraordinario y daba sus clases en la Universidad del Salvador, creada en la misma época de la Católica pero que mantuvo una gran amplitud de cátedra y una formación no inquisitorial.

Florencio Varela y Harvard. Robert Merton es uno de los pilares de la sociología funcionalista de Estados Unidos y es quien redefinió un viejo concepto: el de la profecía autocumplida. Merton provenía de una familia judía emigrada de Europa oriental y se convirtió en uno de los íconos de la Escuela de Negocios de Harvard. Dicha en pocas palabras, la profecía autocumplida significa que si una situación es definida como real, va a tener efectos reales. Una de las frases que parecen una verdad indiscutible por estos días, en boca de muchos dirigentes o pensadores del llamado campo nacional, es que la clase media es reaccionaria y antipopular, que odia todo lo que está originado en el gobierno de Cristina Kirchner y que no hay modo de establecer un diálogo inteligente y respetuoso por parte de quienes apoyan lo que comúnmente se llama “el modelo” y que se expresa en las múltiples políticas de inclusión social que en la última década están modificando el mapa político y cultural argentino. Quienes sostienen esta postura argumentan, como si recurrieran a la mejor bibliografía posible, a notas de TN o a artículos de diarios opositores. Es decir, tratan de simplificar complejos mecanismos sociales y culturales por lo que llaman evidencias, que no son más que algunas manifestaciones de conductas aisladas e individuales. Quien escribe estas líneas no es un especialista pero se tomó un año entero de su vida para elaborar junto a Alberto Minujin un texto (La clase media - Seducida y Abandonada, Edhasa, 2004). El libro fue publicado para contribuir a un debate imprescindible cuando llega un gobierno de corte popular a la Argentina y tiene que ver con las profundas divergencias entre los beneficios económicos –y de políticas públicas– de sectores medios y sus inclinaciones y opiniones políticas. Pero para quienes se autocomplacen despilfarrando su enojo contra “la clase media”, ese texto dispara muchos hitos de la historia de los últimos 40 años de la Argentina que pone en cuestión estas afirmaciones ligeras. En primer lugar porque puede constatarse que aquella lucha de los años sesenta le significó al peronismo un aporte de votos y de cuadros políticos provenientes de capas medias que le dio una mayoría abrumadora en las elecciones de marzo y de septiembre de 1973. También se puede advertir que, tras el triunfo magro de Néstor Kirchner en 2003, su imagen –la de su gobierno– había calado en el corazón de muchos sectores medios. Ni qué hablar del aporte de votos de sectores medios urbanos y rurales en las últimas elecciones donde Cristina Kirchner obtuvo el 54% de las adhesiones. Con un elemento nuevo: el encono del Grupo Clarín y otros medios opositores, que hasta 2007 se mostraban más prudentes en su antikirchnerismo. Cualquier medición sociológica permite constatar que muchísimos de los que se informan por esos medios opositores votaron por Cristina. Entre otras cosas, por la inmensa volatilidad de la identidad de las llamadas “clases medias”. Está claro que quienes tienen una visión inquisitorial o dogmática no pueden aceptar los fenómenos contradictorios y mucho menos los cambios repentinos en los procesos políticos y sociales.
Desde ya, quienes no estén dispuestos a meterse en la compleja trama donde lo aparente no siempre es lo real, podrían dar un paso al costado y ponerse a estudiar con serenidad los procesos sociales. No solo por una elemental necesidad funcional consistente en contar con votos de sectores medios y no entregárselos a sus adversarios. Sino por algo más profundo y que tiene que ver con lo que, a criterio de este cronista, constituye uno de los aportes más genuinos del kirchnerismo: romper barreras que permiten el ascenso social a sectores que sufrieron niveles de exclusión que fueron denigrantes. Muchas de esas barreras rotas son fenómenos asentados en la educación y son la contracara de los procesos elitistas. Ocho de cada diez inscriptos en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, en Florencio Varela, recientemente creada, son primera generación de universitarios. En estos años, muchos jóvenes se capacitan en áreas técnicas y el trabajo que consiguen no sólo es registrado sino de calidad. Quienes vivían en villas a veces ven cómo se urbaniza la villa, otras logran juntar recursos para mudarse. Las conductas que cada grupo o individuo tienen frente al ascenso cultural y económico son variadísimas. Muchas veces se expresan en la negación del pasado, al menos por un tiempo. Para graficarlo: ser pobre da vergüenza y cuando alguien mejora su condición social puede tener conductas para eludir o disimular su pasado. El llamado “orgullo” de ser obrero en otros tiempos de sociedades más estructuradas y menos mediáticas podía funcionar más o menos como lo expresan muchos relatos de los años cuarenta y cincuenta. La actual configuración social pone en duda esos mitos. Esto es sólo un aspecto de los tantos fenómenos contradictorios que deben tenerse en cuenta para entender que los procesos sociales que vive la Argentina actual se mueven como un caleidoscopio, con mucho vértigo, con mucha imprevisibilidad.
Pero de la infinidad de aspectos cambiantes en una sociedad con políticas que estimulan el ascenso social no debe olvidarse que los laboratorios de formación de cuadros –en todo el mundo– tienen la finalidad de hacer círculos cerrados. Es decir, son antagónicos con los procesos inclusivos. Se habla estos días con fruición de las preguntas y respuestas de la conferencia de Cristina Kirchner en Harvard. Y deberían tomarse algunas apostillas para contribuir a que tan acaloradas opiniones resulten menos chatas, menos ramplonas, de lo que se lee en tantas páginas. Harvard tiene casi cuatro siglos de vida. Es un negocio privado dedicado a la formación de ejecutivos de bancos o grandes empresas, la mayoría de los cuales provienen de las familias de supermillonarios estadounidenses. Permite también, a quien esté en condiciones de pagar entre 50 y 100 mil dólares anuales o conseguir una beca, entrar a ese selecto mundo de quienes se autodefinen como líderes pero que tienen la curiosa situación de estudiar en el país que está generando la peor crisis del capitalismo. La Escuela de Negocios de Harvard (ésta es de las de 100 mil dólares anuales) formateó a un tipo como Sebastián Piñera, el presidente chileno que reprime estudiantes que quieren educación pública. O a Felipe Calderón, el mexicano que deja la presidencia con decenas de miles de muertos por el llamado narcotráfico y con un 50% de pobres. O a tipos como Domingo Cavallo, cuyos desmanes en la Argentina están suficientemente contados. Para quienes, realmente, quieren tomar dimensión de los desafíos de diálogos sociales imprescindibles en los procesos inclusivos y contradictorios, sería bueno simplificar estos conceptos en una frase: Más Florencio Varela y menos Harvard.

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