Carrió destroza el sentido de la memoria y banaliza el sufrimiento

por Ricardo Forster
Las formas del decir y la banalización del lenguaje




Las formas del decir nunca son inocentes: dime cómo nombras el mundo y te diré en qué mundo vives. Esta frase certera puede trasladarse a nuestra comprensión de la historia, de la vida actual y también, de la política. El lenguaje es una pieza clave sin la cual nada tendría significación. Pero el lenguaje constituye, a su vez, una extraordinaria máquina de incluir y de excluir, de dañar al otro o de acogerlo hospitalariamente; son las palabras las que habilitan la fraternidad entre los seres humanos o las que despliegan las formas más extremas de la violencia y la destrucción.

En el nombrar hay, siempre, prejuicios, latencias, olvidos, recuerdos, bloqueos, mentiras, estrategias a través de las que la opinión particular se convierte en verdad universal, banalización, vaciamiento del sentido de aquello mismo que se está invistiendo a través del lenguaje.

Tal vez por eso el enigma sea uno de los núcleos del decir; el enigma de su potencialidad, de su hondura, de su capacidad para instituir y para destituir. Pero el lenguaje, su mundo soterrado y oscuro es la expresión de fuerzas inconscientes, de secretos guardados que determinan muchas de nuestras prácticas. En las palabras vive lo que falla, lo que abre hacia dimensiones inesperadas porque descoloca lo aceptado.

Las palabras pueden ser vehículos de la memoria. Pero las palabras también pueden, al ser pronunciadas sin contexto y vaciando su historicidad, desmantelar las significaciones hasta mimetizarlo todo en un enjambre de banalidades y superficialidades que tienden a generar una homologación espuria entre lo grave del pasado y lo que se quiere decir en el presente.

El ejemplo que tenemos a la mano es el tipo de retórica de la inefable doctora Carrió; una retórica construida entre los pliegues del espectáculo televisivo, de sus códigos y de su capacidad de producir impacto por el impacto mismo, y que trabaja no sobre el contenido sino sobre lo efectista, lo tremendo, lo catastrofal, lo que no necesita de la mediación reflexiva sino que llama a lo instantáneo.

Pero es un modo, también, de vaciar la historia, de achatar los sucesos que se mencionan para ponerlos en comparación con el presente. Así, la doctora Carrió, compara a Néstor Kirchner con Hitler, o les augura a él y a su esposa un destino equivalente al del matrimonio Ceacescu. Sus palabras buscan horadar, desprestigiar, ensuciar, calumniar pagando el precio de banalizar los verdaderos acontecimientos históricos que ella suele citar a diestra y siniestra.

Si Kirchner es Hitler sin Auschwitz, como nos lo ha dicho alguna vez, aquello que aconteció durante los años treinta y parte de los cuarenta, que incluyó, entre otros momentos terribles y siniestros, el exterminio de 6 millones de judíos y de 1 millón de gitanos, el arrasamiento de países, el asesinato masivo de poblaciones civiles, el odio racial transformado en crimen de masas, la censura generalizada, la represión de toda oposición política, es apenas un dato cuya significación queda reducida a la más pura ficción allí donde se pone la actualidad argentina, su “siniestro presente kirchnerista”, a la altura del horror desencadenado por el nacionalsocialismo.

De este modo, la doctora Carrió destroza el sentido de la memoria y banaliza al extremo el sufrimiento de las víctimas del nazismo al homologarlo con su visión del gobierno nacional. Extraña parábola la de un discurso que no escatima absolutamente nada a la hora de vaciar de sentido la significación de los acontecimientos históricos.

Desde otro lugar, tampoco resultó feliz el momento en el que Néstor Kirchner recordó, en su discurso de la plaza del Congreso, a los “comandos civiles” para vincularlos con la protesta agraria. A los ojos de gran parte de la población no resultó creíble esta identificación que terminó por deslegitimar lo que se venía a denunciar.

Cuando las palabras recurren a la historia para construir un puente imposible e inaceptable, lo que termina por suceder es que o la historia verdadera acaba por vaciarse de todo sentido o en el presente los receptores de ese discurso pierden toda capacidad de credibilidad. Lo falso, lo espurio, lo irreal, constituyen, entonces, el fondo del lenguaje destituyendo su núcleo reflexivo y crítico sin el que la democracia queda esencialmente herida. Claro que entre esta frase desafortunada de Kirchner y aquellas otras desmesuradas y en repetición permanente de Carrió existe una gran distancia.

La política, la complejidad de su arte, tiene en el lenguaje un instrumento mayor. Los modos del decir, las formas de la retórica, el uso de las palabras, todo contribuye al espíritu de lo que se intenta hacer. Habilita y deshabilita, genera las condiciones de la gobernabilidad pero también puede iniciar el proceso de su desmembramiento.

Hay, por eso, una responsabilidad última en el arte del decir político, una responsabilidad que debería ir más allá de los intereses sectoriales para abrirse a las necesidades del conjunto de la Nación, en especial cuando se viven tiempos difíciles y las irresponsabilidades de la retórica política acarrea daños muy gravosos para los destinos del país.

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